Se acercó a mí sin ninguna prisa, sabiendo que yo era una presa fácil, levantó la mano armada y la bajó hasta chocar contra el suelo en donde yo había estado hace unos momentos. Corrí hasta la pared de una casa y la trepé con rapidez. Al estar en el techo me dediqué unos segundos para observarlo.
Gruñó con fiereza y me habló. Más bien, me gritó.
—¡Baja de ahí, niño miedoso! ¡Ven y así podré rebanarte en mil pedazos!
Creí que su voz sería monstruosa o algo por el estilo, pero fue más normal que eso, aunque no tanto como hasta parecer la de alguna otra persona. Era grave, sí, y era como si estuviese ronca, ¿sabes a lo que me refiero?
De todos modos, tenía pensado no bajar. Escapar. Pero una parte de mí, muy pequeña, sabía qué hacer. Y deseaba hacerlo.